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MEDIA COLUMNA
La Hidra se retuerce
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
El control constitucional es la
manera en que la justicia puede corregir el error del Congreso cuando viola la
Constitución con una ley. Es el instrumento del poder Judicial para equilibrar
el poder del Congreso, uno de los lados del triángulo del equilibrio de
poderes.
Pero se hace en el mundo de dos
maneras diferentes. Una es norteamericana y data de principios del siglo XIX.
La otra es europea y nace cien años después, a principios del siglo XX.
El control constitucional
norteamericano -llamado control “difuso”- se origina en el famoso caso Marbury
versus Madison de 1803, que el juez John Marshall resolvió de tal manera que
creó el principio del “judicial review” (o revisión judicial de las leyes). Por
este medio, la autoridad jurisdiccional decide hasta hoy si es inconstitucional
aplicar una ley cualquiera a un caso particular.
El mecanismo europeo -llamado
control “concentrado”- es diferente. Lo ejerce un Tribunal Constitucional
facultado para declarar inconstitucional una ley del Congreso. El Tribunal y el
control “concentrado” fueron una creación de la imaginación de Hans Kelsen,
autor de la malhadada Constitución de Weimar de 1919.
Por si acaso, en el Perú no podíamos
perder la ocasión de tener los dos sistemas vigentes simultáneamente en la
Constitución. Recogiendo el modelo europeo, la Constitución dispone que el
Tribunal Constitucional puede declarar inconstitucional una ley del Congreso.
Y albergando también el modelo
norteamericano, la Constitución dispone que cualquier autoridad jurisdiccional
–un juez de cualquier nivel, incluso el propio Tribunal Constitucional-, en
ejercicio del control “difuso” puede declarar que una ley del Congreso es
inaplicable a un caso particular. Así, cuando el Tribunal Constitucional no alcanzó
los votos necesarios para declarar inconstitucional la ley que permitía al
presidente de la República ir a la reelección el año 2000, en ejercicio del
control “difuso” declaró la ley inaplicable al caso de Alberto Fujimori. Este
fue el origen del drama político cuyas consecuencias se extienden hasta hoy.
El lector ya habrá empezado a sacar
su conclusión.
La decisión de tener los dos
mecanismos vigentes al mismo tiempo en la Constitución es una de las muchas manifestaciones
de la Hidra en que se ha convertido el sistema de justicia. La Hidra ha ido multiplicando
sus cabezas al despojar a la Corte Suprema de sus funciones, una por una, para
crear un Ministerio Público autónomo, un Consejo Nacional de la Magistratura
–hoy Junta Nacional de Justicia- igualmente autónomos y, por encima de todo, el
Tribunal Constitucional.
Si todas las cabezas de la Hidra son
autónomas, ninguna prevalece sobre las demás. Presenciamos hoy, por ejemplo, un
conato de batalla entre el poder Judicial y el Tribunal Constitucional desde
que un juez ha incumplido lo resuelto por el Tribunal en un sonado caso de
prisión preventiva. El Tribunal ha rehuido la batalla por ahora, pero es
imposible evitarla.
Es que las cabezas de la Hidra se
devoran entre sí. Hace ya años que el Tribunal se las arregló para declararse a
sí mismo ”supremo intérprete” constitucional, cosa que sin embargo no se halla en
ninguna parte de la Constitución. Solo en la Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional. O sea, una ley del Congreso.
No pasará mucho tiempo antes de que una autoridad
jurisdiccional –como la Corte Suprema- resuelva en ejercicio del control “difuso”
que la Ley Orgánica que declara “supremo intérprete” al Tribunal es inaplicable
a un caso particular.
La Hidra se retuerce.
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