ESTA NOCHE,
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MEDIA COLUMNA
Al gran pueblo argentino
Al gran pueblo argentino
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
jorgemorelli.blogspot.com
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El peso argentino se ha desplomado esta
semana a causa del peor temor atávico de los argentinos: el miedo al corralito.
Es decir, a la decisión política del gobierno de secuestrar los dólares de la
gente para impedir una corrida que deje al país sin reservas y con una moneda
que no vale nada. Esto ya ocurrió en el pasado. La gente no lo puede olvidar.
Las reformas emprendidas desde hace dos años
por el gobierno de Mauricio Macri para sanar a la Argentina de la perversa
secuela del gobierno de Cristina Kirchner han cometido el error del
gradualismo. Es una vieja polémica. Cuando el Perú se enfrentó a una situación
aun peor en 1990, cortó por lo sano, de una sola vez, y el paciente se curó
para siempre. En Buenos Aires, en cambio, las alzas de los servicios públicos del
gobierno de Macri han sido de a pocos, al paciente lo han operado varias veces
en lugar de una. Hasta que sobrevino desde fuera, desde la economía global, el
golpe masivo del alza del dólar. El Perú la ha sobrellevado hasta ahora sin
mayores dificultades. En la frágil economía argentina -y dada la adolorida
experiencia de su pueblo-, el peso ha perdido su valor en una semana. Hoy la
desconfianza del gobierno se ha apoderado nuevamente de los argentinos y corren
peligro de recaer nuevamente en la misma enfermedad endémica, incurable.
Permítaseme acá una digresión. Debo haber
tenido unos ocho años cuando, caminando con mi padre, primer secretario de la
embajada del Perú, por el malecón de la entonces Ciudad Trujillo, capital de la
República Dominicana, hoy Santo Domingo, en la fresca brisa del atardecer del
Caribe vimos venir a un hombre de figura alta que llevaba dos perros afganos.
Mi padre me dijo, mira bien a esta persona. Al pasar a su lado, le saludó:
buenas noches, General, dijo. Este respondió: buenas noches, Señor, buenas
noches, niño. Era Juan Perón, asilado en Santo Domingo luego del derrocamiento
de su gobierno, que siguió a la muerte de Eva Duarte. Con ella enfermó el
pueblo argentino. De ella quedó rehén. Y recayó una y otra vez en la enfermedad
debilitante.
Tenía yo unos trece años cuando mi padre fue secretario
en Buenos Aires en pleno gobierno de Arturo Illía, un “buen hombre”, como el
llamó una vez a un obrero que cavaba zanja en la Plaza de Mayo bajo 40 grados
de temperatura. Hacía pocos años que había caído el primer gobierno peronista y
el país había quedado secuestrado por la fascinación de Eva. El día que llegué
era uno de esos hermosos inviernos soleados como solo puede haber en esa ciudad
extraordinaria. Era la primera gran ciudad que había visto y quedé asombrado por
la gracia y la espontánea franqueza y el humor cómplice de sus habitantes, tan
distintos del hosco malestar que desde entonces incubarían uno tras otro los
fallidos gobiernos que seguirían hasta que la feroz dictadura militar se hizo
del poder. Cuando le tocó a mi padre volver como embajador, el pueblo argentino ya no
era el mismo.
Nunca volvería a ser el mismo. Pero quienes
conocimos a ese pueblo cincuenta años atrás, sabemos que tiene el talento y la
fuerza para sobreponerse al duelo y la enfermedad para reecontrar el lugar que
le corresponde en esta region del mundo. Por eso, como dice su himno: al gran
pueblo argentino, salud.
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