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sábado, 20 de octubre de 2018

ANALISIS 20 octubre 2018





UNA RETROSPECTIVA  
Las “reformas-vacuna” del velasquismo


Jorge Morelli


Este no es un ensayo político o económico. Es un paseo de Forrest Gump por una época de la que solo muchos años después uno descubre el origen y comprende el destino. Han pasado 50 años. Es hora de poner en contexto al gobierno del golpe del 3 de octubre de 1968. Para eso hay que remontarse diez años antes, a 1959 y la captura por Fidel Castro del poder en Cuba.

Este es el epicentro cuyas repercusiones continúan hasta hoy en América Latina. La estrategia de exportación de la revolución castrista a América del Sur ha durado 60 años. También su contrapartida, la estrategia de EEUU hacia América Latina, que comenzara igualmente seis décadas atrás, en 1959.


Santo Domingo, 1959

En cierto modo, me tocó ser testigo involuntario de ello. En la República Dominicana, la isla vecina de Cuba, gobernaba en 1959 con mano de hierro Rafael Leonidas Trujillo -“benefactor de la Patria y padre de la Patria Nueva”, según coreaban los niños en el Colegio La Salle de Santo Domingo, entonces Ciudad Trujillo-, a quien alguna vez vi saludar con guantes blancos bajo el calor de cuarenta grados. Ese primero de enero de 1959, mi padre, por entonces diplomático peruano en la isla, me despertó hacia la medianoche. Tenía yo ocho años. Me llevó al fondo de la casa donde escondía un radio Zenith de onda corta. Me dijo: escucha bien esto, que no lo vas a olvidar. En efecto, no lo he olvidado. Era Fidel Castro hablando desde La Habana la noche en que derrocó a Fulgencio Batista.
Meses después, vaga explicación mediante, mi padre me llevó al aeropuerto y me embarcó en un Constellation TWA de tres colas rumbo a Lima. Solo años después me animé a preguntar qué ocasionó esa decisión. La respuesta solo abrió más preguntas. Semanas después del golpe de Castro, mi padre recibió un anónimo amenazante. Sabían que a diario iba yo al colegio en bicicleta. En la isla por aquel entonces desaparecía la gente. Mi padre no se detuvo a averiguar. Y no supo más. Su respuesta cerró el tema por décadas. Caía por su peso, sin embargo, la pregunta. ¿Qué podía haber causado que el por entonces primer secretario de la Embajada del Perú en la República Dominicana recibiera de la dictadura de Trujillo una amenaza? Treinta años después, a raíz de una conversación con un buen amigo, ex estudiante de la Universidad de Cornell, los cabos empezaron a atarse.


Los “hijos de perra”

Luego de la revolución castrista, el gobierno de EEUU llegó a la conclusión de que los dictadores como Batista, Trujillo o Somoza en Nicaragua –por años tenidos por el gobierno americano como “sus hijos de perra”, según la frase atribuida a Franklin D. Roosevelt- incubaban revoluciones comunistas como la de Castro en Cuba. Se produjo entonces un giro estratégico. El gobierno del partido Demócrata que llevó a John Kennedy al poder tomó la decisión de deshacerse de ellos. Trujillo no temía a los comunistas, a quienes tenía a raya hacía treinta años en la isla. Pero sí temía con razón a EEUU. Desestabilizado, moriría asesinado después en un atentado que voló su automóvil, un Cadillac negro que vi pasar muchas veces por la avenida Nicolás Penson, ante la puerta de mi casa. Treinta años después, volví donde mi padre con este hallazgo a preguntarle si alguna vez en Santo Domingo en 1959 tuvo contacto con la embajada americana. Dijo que, en efecto, tuvo como amigo a un funcionario que bien pudo ser de inteligencia ya que insistía en conversar en el automóvil para no ser grabado. Probablemente lo fueron, en efecto, por el gobierno de Trujillo. Por eso la amenaza anónima que terminó con mi salida de la isla, a la que no volví. La pequeña historia no es sino  la minúscula cola del huracán de lo que sería el giro estratégico de política exterior de EEUU hacia Latinoamérica.
Durante las décadas siguientes, las sociedades latinoamericanas tuvieron que dar paso a profundas reformas económicas y sociales destinadas a reducir drásticamente la desigualdad. Eran “reformas-vacuna”, destinadas a crear anticuerpos para evitar el contagio del castrismo cubano. Según el nuevo diagnóstico, la desigualdad incubaba las condiciones para la exportación de la revolución castrista a Sudamérica. Por eso el Che Guevara iría a Bolivia. Por eso la Alianza para el Progreso de Kennedy. Por eso el proyecto de desarrollo de Cornell en la comunidad andina de Vicus, en Ancash, el primero de su género. Por eso la reforma agraria del primer gobierno de Belaunde, cuyo fracaso incubó el golpe de Estado del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada”, que terminaría en el intento fallido de arrastrar al Perú de la mano de Cuba a la órbita de la Unión Soviética.
La muerte de Castro fue la del mayor general de campo comunista, el que casi triunfó y finalmente fracasó. Por años trató de exportar el comunismo a Sudamérica, con Allende en Chile, con Velasco en el Perú, con Chávez en Venezuela. Se valió del petróleo venezolano para comprar gobiernos desde Centroamérica hasta Brasil y Argentina. El giro estratégico originado en 1959 en Cuba -que tocaría las vidas de tanta gente y cambiaría profundamente para bien y para mal la historia de América Latina durante seis décadas- no tuvo, sin embargo, su desenlace final en la muerte de Fidel Castro. No ha llegado a su término aun en Venezuela. Pero en el Perú, entre 1968 y 1980, el primer experimento latinoamericano de una revolución de izquierda hecha por la Fuerza Armada, marcó al país profundamente y dejó una huella que aún no se borra.


Expreso, 1961 y 1986

Menos de dos años después de la captura del poder en Cuba, el diario Expreso de Lima publicó en el día de su fundación, el 24 de octubre de 1961, un editorial que recomendaba al Perú tres “reformas-vacuna” fundamentales: la política de sustitución de importaciones de la CEPAL de Raúl Prebisch; la reforma agraria como instrumento para acabar con la desigualdad, y un papel para el Estado en la actividad empresarial.
Veinticinco años más tarde, para el aniversario de Expreso en octubre de 1986, recién elegido Alan García, el diario publicó un ensayo escrito por Jaime de Althaus y por mí, La estrategia del subdesarrollo. Argumentaba que la que había llevado al Perú a la ruina económica y a la violencia terrorista, por entonces ya manifiestas, era una estrategia fallida, una verdadera estrategia de subdesarrollo, compuesta de 1) una fracasada política industrial sustitutiva de importaciones, 2) una reforma agraria que había hecho retroceder siglos al agro peruano, y 3) una desbocada actividad empresarial del Estado que lo había llevado a la quiebra. Sin saberlo pisábamos pies: era exactamente la misma receta que Expreso había recomendado en su editorial original -sustitución de importaciones, reforma agraria, actividad empresarial del Estado–, a la que le habíamos atribuido, 25 años después la ruina de la Nación.
Aun 25 años después, sin embargo, el primer gobierno de Alan García aplicaría todavía la misma receta que desembocaría en la hiperinflación y la violencia terrorista. La misma en la que Belaunde había fracasado (en parte por responsabilidad del propio García). Tuvo que pasar mucho aun para que el Perú abandonara finalmente aquella fallida obsesión ya en sus estertores finales, en los 90.
¿Cómo juzgar en su contexto histórico, en su antes y su después, la estrategia económica y política del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada? El hecho es que el velasquismo no se apartó mucho ni en su primera ni en su segunda fase de la receta de las “reformas-vacuna” de los sesenta. Lo que hizo fue radicalizarlas hasta el límite de lo que la sociedad peruana podía procesar y más allá de lo que la economía podía tolerar.
Como otros experimentos latinoamericanos de izquierda antes y después, las “reformas estructurales” del gobierno militar estaban económicamente condenadas desde un principio por lo que podríamos llamar su ángulo ciego. El error fue el típico, el mismo que ya le había ocurrido entre 1970 y 1973 al gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile: el ahorcamiento de las divisas.


Ahorcado por las divisas

La propiedad y la gestión estatal no solo de los recursos naturales, sino de los servicios públicos esenciales, destinadas supuestamente a una acumulación de capital en el país, trabó la capacidad de la oferta de responder a la demanda del mercado.
En la otra mano, un incremento masivo de la demanda por aumento de la capacidad adquisitiva -debida a la política salarial- condujo progresivamente a la inflación, que alimentó la devaluación, que realimentó a su vez a la inflación en un espiral que ya no se detendría hasta 1990.
Morales Bermúdez anunció al Perú en 1976, luego de la caída de Velasco, una inflación de dos dígitos, palabras que el Perú jamás había escuchado y menos experimentado. Hoy ha sido harto estudiado el ciclo de la sustitución de importaciones proteccionista, que genera un mercado cautivo para una industria dependiente de divisas. Basada en los cimientos falsos de unos aranceles altos y en el ensamblaje de importaciones industriales, esta política mostraba inequívocas señales de agotamiento ya en el primer gobierno belaundista, mucho antes de que el gobierno militar la relanzara hasta el delirio prohibiendo del todo las importaciones de ciertos bienes industriales producidos en el Perú.
Contrasta violentamente esta política de “encomienda” colonial con la apertura absoluta, sin límites, a las importaciones de alimentos -trigo, leche- subsidiados por los países productores y vueltas a subsidiar en el país con dólar “MUC”. Esta terminaría por dejar sin mercado a los productores nacionales de esos mismos alimentos. Todo con el objeto de mantener bajos los precios en beneficio del consumidor por razones políticas.
Lo mismo que en el caso de los recursos naturales y los servicios públicos del Estado, un mercado cerrado para los industriales y completamente abierto para los comuneros del Perú terminó por desconectar el mecanismo que une a la oferta con la demanda en el mercado.
El pecado original fue el desconocimiento de la realidad del mercado. Ninguna reforma agraria -no importa cómo fuera gestionada- habría sobrevivido al despropósito de la política agraria del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada”.


Huarochirí, 1974

Otro testimonio personal puede ayudar a ilustrar en algo lo que esas políticas agrarias significaron para las comunidades andinas. Las desventuras de los terratenientes latifundistas del Perú han sido por años harto publicitadas. La ironía es que nunca se eliminó el latifundio. Fueron convertidos en “sociedades agrícolas de interés social” (SAIS) o en cooperativas.
El punto de vista de las comunidades, en cambio, es aún desconocido cuando se evalúa en restrospectiva la reforma agraria militar.
A San Damián en las alturas de Huarochirí, poblado fundado en el siglo XVI para la reducción de las comunidades de Checa y Concha del virrey Toledo -aún posee una campana de más de 400 años de antigüedad-, llegamos Jaime Althaus y yo en 1974 como estudiantes de tesis de Antropología. Nos tocó un incidente difícil para novatos en el oficio que resultó, sin embargo, la más aleccionadora experiencia de lo que entonces sucedía con el régimen comunal de la tierra en la Sierra del Perú, en plena reforma agraria del gobierno militar.
El automóvil en que llegamos a San Damián, un pequeño escarabajo de mi propiedad, la mañana siguiente amaneció desbarrancado por una alta pendiente que daba al río Lurín, al fondo de la quebrada. Afortunadamente, el vehículo quedó atascado y pude sacarlo con yunta de bueyes.
La situación planteaba, sin embargo, preguntas perentorias. Descartando la investigación que nos había llevado allí, lo profesional era convertir ante todo en foco de la investigación averiguar por qué habían ocurrido esos hechos. El misterio no fue fácil de resolver, pero la verdad se fue abriendo paso poco a poco a lo largo de meses.
El organismo del gobierno militar por entonces llamado Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (Sinamos) se presentaba con frecuencia por entonces en las comunidades con el objeto de preparar la “reforma estructural” que vendría, que consistía en la transformación de la comunidad en cooperativa de producción.
Esto era el fruto de un prejuicio: que las comunidades andinas eran supervivencias del ayllu -lo que es falso, tratándose de una institución del Virreynato-. Pero los funcionarios asumían de hecho que, de alguna manera, la comunidad andina era el remanente de un imaginario comunismo primitivo. Esta era la prenoción ideológica común a toda la burocracia que administró la reforma agraria militar.
Debió sorprender a los funcionarios el rechazo y la cerrada resistencia pasiva que los comuneros andinos opusieron a semejantes ideas en nombre de su derecho a la propiedad privada. El gobierno militar nunca sospechó una verdad histórica que, por entonces, ya las facultades de Antropología conocían de sobra y sobre la cual existía abundante literatura etnográfica: que la comunidad andina es un modelo complejo, sofisticado, en el que existen no menos de tres tipos de tenencia de la tierra agrícola y de pastos: la propiedad privada en las tierras bajas, la concertación comunal de cultivos en las tierras de secano regadas con lluvias; y el uso comunal de las tierras de pastos, sin que todo eso interfiera en modo alguno con la propiedad privada de las semillas, de los animales y, desde luego, de sus frutos para el autoconsumo y la venta al mercado.
El intento ideologizado, reaccionario, del gobierno militar de aislar la institución comunal fuera del tiempo, fuera de la historia, topó con la resistencia formidable de los comuneros que jamás permitieron avanzar los planes de cooperativización de las comunidades. Algunas lo aceptaron solo de nombre y años después, para sorpresa de desavisados, volvieron a ser comunidades.
La lección: no se puede congelar las instituciones fuera del tiempo. Y tampoco -como intentó Alan García veinte años después, cuando sus artículos del Perro del Hortelano- forzar su evolución más allá de lo que la institución tolera. La violencia es el resultado, como el Perú debió aprender en Bagua.
En la época de nuestro trabajo de campo en San Damián, la situación de violencia ya era álgida. El resto de la historia cae por su peso: los comuneros asumieron que los visitantes no éramos estudiantes sino agentes del odiado Sinamos. La prueba: el organismo utilizaba entonces vehículos del mismo tipo y color del que nos había llevado allí.
La conclusión de la experiencia fue muy clara: las comunidades andinas siempre fueron una combinación de propiedad privada y propiedad comunal, adaptada a las condiciones del uso de la tierra y el agua. Desgraciadamente, los ecos de ese trágico malentendido aún perduran hoy.


Cañete y Pativilca, 1989

Transcurridos 20 años de la reforma agraria militar, hubo sinceros esfuerzos por comprender qué había quedado en claro de todo ello, más allá del mito justiciero sobre “el patrón que no comería ya de la pobreza” del campesino.
No debió sorprender a nadie, sin embargo, que algunas cooperativas agrarias de producción del gobierno militar volvieran a ser comunidades, como tampoco debió serlo que las cooperativas que habían sido haciendas se parcelaran siguiendo el mismo viejo modelo comunal.
Veinte años después de la reforma agraria militar, dos trabajos de campo sobre el tema focalizados en la parcelación de las cooperativas de producción permitió comparar su evolución divergente. El visible contraste entre los casos demandaba una explicación. ¿Por qué nunca se parcelaron las cooperativas azucareras?
Mientras en las cooperativas de producción de Cañete, de baja capitalización, hubo parcelación masiva, en Pativilca la cooperativa azucarera de Paramonga, la más moderna del Perú anterior a la reforma agraria, no llegó a parcelarse nunca, como tampoco lo hicieron las demás cooperativas azucareras norteñas. En lugar de parcelación, lo que estas hicieron fue otorgar participación accionaria a los socios, que venderían años después esas acciones, igual que los parceleros sus  tierras, para dar paso a nuevos compradores; es decir, a una nueva capitalización de la tierra.
La escala de la capitalización era el factor decisivo. La prueba ácida: en Cañete un caso de excepcional liderazgo empresarial por encima de la economía parcelaria familiar eludió la parcelación en la cooperativa agraria Cerro Alegre.
Son realidades mejor iluminadas por el enfoque de la antropología económica “sustantivista” (Polanyi). A ello estuvieron dedicados informes publicados en Expreso, escritos conjuntamente con el ingeniero agrónomo Luis Guillermo Novoa Soto.
Fue Novoa quien, habiendo estudiado en Cornell, me dio la pista sobre la estrategia de EEUU para América Latina en respuesta a la revolución castrista, que fue el hilo de la madeja de la historia que ocupa las primeras líneas de este ensayo de la memoria. Vaya para él mi agradecimiento de compañero de viaje y de amigo.
En cuanto a la memoria del general Juan Velasco Alvarado, en 1989 su fotografía colgaba aun de la pared del local de la cooperativa agraria de Cerro Alegre en Cañete, como hasta 1983 continuaba en la pared del local comunal de Uchuraccay en Ayacucho la fotografía del mariscal Oscar R. Benavides. Así es el Perú.

20 de octubre de 2018