ESTA NOCHE,
donde usted se entera no de todo lo que ocurre, sino de lo que necesita saber.
MEDIA COLUMNA
Dejar entrar el aire
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
jorgemorelli.blogspot.com
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En la aritmética posterior al contagio
de la corrupción brasileña al Perú y a América Latina, la primera lección es la
que los gobiernos brasileños de Lula y de Dilma nunca quisieron aceptar. Nunca leyeron a Carlos Marx. Si
lo hubieran hecho, habrían comprendido que no hay fuerza capaz de detener el
viento, que no hay decisión politica capaz de detener al mercado, impedir la
expansión del capital por encima de las fronteras nacionales en todo el planeta.
Sin embargo, eso es exactamente
lo que los gobiernos brasileños trataron de impedir en su economía primero -cerrarla
a la competencia de fuera- para luego extender su limitada estratagema a toda
América Latina creando un coto de caza feudal para sus constructoras y sus
socios locales. Debieron sospechar que semejante esquema tenía fecha de
caducidad.
Al mercado global no se le
puede cerrar la puerta indefinidamente engañando a los pueblos. La decisión
política no iba a excluir perpetuamente a las empresas globales de fuera de la
región de la competencia en el mercado de la infraestructura que América Latina
necesita para el siglo XXI.
La de los brasileños fue una
ingenuidad que rivaliza solo con la ligereza de creerse un continente, un
pequeño universo que se basta a sí mismo. El viejo mito, en suma, de la
hacienda de encomenderos con indios propios a quienes venderles lo que se
quiera. Una idea torpe, denunciada incluso por los profesores de la escuela de
economía de Salamanca mucho antes de que Adam Smith la diera a conocer al mundo
con el nombre de “sistema mercantil” y a lo que hoy llamamos mercantilismo y
proteccionismo.
Hoy, en buena hora, vemos
ingresar al mercado latinomaericano a
competir por las licitaciones de mega obras públicas a empresas
extranjeras para desplegar redes de comunicaciones y transportes para la
construcción de la infraestructura que el continente necesita. Este es el subproducto
postivo del colapso del mecanismo de la corrupción, cuyo contagio diseminado
enrareció el aire en todo el continente.
Ha sido un asunto traumático.
Uno que el Perú no termina de procesar. El ministro español que hoy visita Lima para presentar a
sus empresas lo ha señalado con toda claridad: “extender la sospecha al conjunto de
instituciones y empresas es un error, porque al final lleva a la inmovilidad
más absoluta". El síndrome post traumático está tomando ya demasiado tiempo en nuestro
caso, está consumiendo demasiadas energías y recursos de la sociedad y la
economía. Es literalmente una parálisis que otros -incluido el propio Brasil-
han superado ya o están en vías de hacerlo. Nosotros no. Nosotros estamos
todavía naufragando en una tormenta política y buscando a los culpables donde
no se hallan.
La lección de todo esto es
simple. Es la que la región latinoamericana va a tener que aprender duramente.
Oponerse a que el capital pueda “disolver sus viejas ataduras” con el trabajo y
los recursos, como decía Marx, es ponerse en contra del progreso. Es reaccionario.
Y el pueblo nunca es reaccionario.
Eso llevó al Brasil a caer en
el facilismo y la trampa del mecanismo de la corrupción. Eso acabó con las
ilusiones fallidas de llegar al poder por un atajo. En verdad, la única manera
de lidiar con este encierro es abrir de par en par las ventanas a la
competencia global y disipar esta atmósfera enrarecida dejando entrar el aire y
la luz que necesitamos para sanar.
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