UNA RETROSPECTIVA
Las “reformas-vacuna”
del velasquismo
Jorge Morelli
Este no es un ensayo
político o económico. Es un paseo de Forrest Gump por una época de la que solo muchos
años después uno descubre el origen y comprende el destino. Han pasado 50 años.
Es hora de poner en contexto al gobierno del golpe del 3 de octubre de 1968. Para
eso hay que remontarse diez años antes, a 1959 y la captura por Fidel Castro
del poder en Cuba.
Este es el epicentro
cuyas repercusiones continúan hasta hoy en América Latina. La estrategia de exportación de la revolución
castrista a América del Sur ha durado 60 años. También su contrapartida, la
estrategia de EEUU hacia América Latina, que comenzara igualmente seis décadas
atrás, en 1959.
Santo Domingo, 1959
En cierto modo, me tocó
ser testigo involuntario de ello. En la República Dominicana, la isla vecina de
Cuba, gobernaba en 1959 con mano de hierro Rafael Leonidas Trujillo -“benefactor
de la Patria y padre de la Patria Nueva”, según coreaban los niños en el
Colegio La Salle de Santo Domingo, entonces Ciudad Trujillo-, a quien alguna
vez vi saludar con guantes blancos bajo el calor de cuarenta grados. Ese
primero de enero de 1959, mi padre, por entonces diplomático peruano en la
isla, me despertó hacia la medianoche. Tenía yo ocho años. Me llevó al fondo de
la casa donde escondía un radio Zenith de onda corta. Me dijo: escucha bien
esto, que no lo vas a olvidar. En efecto, no lo he olvidado. Era Fidel Castro
hablando desde La Habana la noche en que derrocó a Fulgencio Batista.
Meses después, vaga explicación
mediante, mi padre me llevó al aeropuerto y me embarcó en un Constellation TWA
de tres colas rumbo a Lima. Solo años después me animé a preguntar qué ocasionó
esa decisión. La respuesta solo abrió más preguntas. Semanas después del golpe
de Castro, mi padre recibió un anónimo amenazante. Sabían que a diario iba yo al
colegio en bicicleta. En la isla por aquel entonces desaparecía la gente. Mi
padre no se detuvo a averiguar. Y no supo más. Su respuesta cerró el tema por
décadas. Caía por su peso, sin embargo, la pregunta. ¿Qué podía haber causado
que el por entonces primer secretario de la Embajada del Perú en la República
Dominicana recibiera de la dictadura de Trujillo una amenaza? Treinta años
después, a raíz de una conversación con un buen amigo, ex estudiante de la
Universidad de Cornell, los cabos empezaron a atarse.
Los “hijos de perra”
Luego de la revolución
castrista, el gobierno de EEUU llegó a la conclusión de que los dictadores como
Batista, Trujillo o Somoza en Nicaragua –por años tenidos por el gobierno
americano como “sus hijos de perra”, según la frase atribuida a Franklin D. Roosevelt-
incubaban revoluciones comunistas como la de Castro en Cuba. Se produjo
entonces un giro estratégico. El gobierno del partido Demócrata que llevó a
John Kennedy al poder tomó la decisión de deshacerse de ellos. Trujillo no
temía a los comunistas, a quienes tenía a raya hacía treinta años en la isla. Pero
sí temía con razón a EEUU. Desestabilizado, moriría asesinado después en un
atentado que voló su automóvil, un Cadillac negro que vi pasar muchas veces por
la avenida Nicolás Penson, ante la puerta de mi casa. Treinta años después,
volví donde mi padre con este hallazgo a preguntarle si alguna vez en Santo Domingo
en 1959 tuvo contacto con la embajada americana. Dijo que, en efecto, tuvo como
amigo a un funcionario que bien pudo ser de inteligencia ya que insistía en conversar
en el automóvil para no ser grabado. Probablemente lo fueron, en efecto, por el
gobierno de Trujillo. Por eso la amenaza anónima que terminó con mi salida de
la isla, a la que no volví. La pequeña historia no es sino la minúscula cola del huracán de lo que sería
el giro estratégico de política exterior de EEUU hacia Latinoamérica.
Durante las décadas
siguientes, las sociedades latinoamericanas tuvieron que dar paso a profundas
reformas económicas y sociales destinadas a reducir drásticamente la
desigualdad. Eran “reformas-vacuna”, destinadas a crear anticuerpos para evitar
el contagio del castrismo cubano. Según el nuevo diagnóstico, la desigualdad
incubaba las condiciones para la exportación de la revolución castrista a
Sudamérica. Por eso el Che Guevara iría a Bolivia. Por eso la Alianza para el
Progreso de Kennedy. Por eso el proyecto de desarrollo de Cornell en la
comunidad andina de Vicus, en Ancash, el primero de su género. Por eso la
reforma agraria del primer gobierno de Belaunde, cuyo fracaso incubó el golpe
de Estado del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada”, que terminaría en
el intento fallido de arrastrar al Perú de la mano de Cuba a la órbita de la
Unión Soviética.
La muerte de Castro fue la
del mayor general de campo comunista, el que casi triunfó y finalmente fracasó.
Por años trató de exportar el comunismo a Sudamérica, con Allende en Chile, con
Velasco en el Perú, con Chávez en Venezuela. Se valió del petróleo venezolano
para comprar gobiernos desde Centroamérica hasta Brasil y Argentina. El giro estratégico
originado en 1959 en Cuba -que tocaría las vidas de tanta gente y cambiaría
profundamente para bien y para mal la historia de América Latina durante seis
décadas- no tuvo, sin embargo, su desenlace final en la muerte de Fidel Castro.
No ha llegado a su término aun en Venezuela. Pero en el Perú, entre 1968 y 1980,
el primer experimento latinoamericano de una revolución de izquierda hecha por
la Fuerza Armada, marcó al país profundamente y dejó una huella que aún no se
borra.
Expreso, 1961 y 1986
Menos de dos
años después de la captura del poder en Cuba, el diario Expreso de Lima publicó
en el día de su fundación, el 24 de octubre de 1961, un editorial que
recomendaba al Perú tres “reformas-vacuna” fundamentales: la política de
sustitución de importaciones de la CEPAL de Raúl Prebisch; la reforma agraria
como instrumento para acabar con la desigualdad, y un papel para el Estado en
la actividad empresarial.
Veinticinco años más tarde, para el
aniversario de Expreso en octubre de 1986, recién elegido Alan García, el
diario publicó un ensayo escrito por Jaime de Althaus y por mí, La estrategia del subdesarrollo.
Argumentaba que la que había llevado al Perú a la ruina económica y a la
violencia terrorista, por entonces ya manifiestas, era una estrategia fallida, una
verdadera estrategia de subdesarrollo, compuesta de 1) una fracasada política
industrial sustitutiva de importaciones, 2) una reforma agraria que había hecho
retroceder siglos al agro peruano, y 3) una desbocada actividad empresarial del
Estado que lo había llevado a la quiebra. Sin saberlo pisábamos pies: era
exactamente la misma receta que Expreso había recomendado en su editorial
original -sustitución de importaciones, reforma agraria, actividad empresarial
del Estado–, a la que le habíamos atribuido, 25 años después la ruina de la Nación.
Aun 25 años después, sin embargo, el primer
gobierno de Alan García aplicaría todavía la misma receta que desembocaría en
la hiperinflación y la violencia terrorista. La misma en la que Belaunde había
fracasado (en parte por responsabilidad del propio García). Tuvo que pasar
mucho aun para que el Perú abandonara finalmente aquella fallida obsesión ya en
sus estertores finales, en los 90.
¿Cómo juzgar en su
contexto histórico, en su antes y su después, la estrategia económica y
política del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada? El hecho es que el
velasquismo no se apartó mucho ni en su primera ni en su segunda fase de la receta
de las “reformas-vacuna” de los sesenta. Lo que hizo fue radicalizarlas hasta
el límite de lo que la sociedad peruana podía procesar y más allá de lo que la
economía podía tolerar.
Como otros
experimentos latinoamericanos de izquierda antes y después, las “reformas
estructurales” del gobierno militar estaban económicamente condenadas desde un
principio por lo que podríamos llamar su ángulo ciego. El error fue el típico,
el mismo que ya le había ocurrido entre 1970 y 1973 al gobierno de la Unidad
Popular de Salvador Allende en Chile: el ahorcamiento de las divisas.
Ahorcado por las
divisas
La propiedad y la
gestión estatal no solo de los recursos naturales, sino de los servicios
públicos esenciales, destinadas supuestamente a una acumulación de capital en
el país, trabó la capacidad de la oferta de responder a la demanda del mercado.
En la otra mano,
un incremento masivo de la demanda por aumento de la capacidad adquisitiva -debida
a la política salarial- condujo progresivamente a la inflación, que alimentó la
devaluación, que realimentó a su vez a la inflación en un espiral que ya no se
detendría hasta 1990.
Morales Bermúdez
anunció al Perú en 1976, luego de la caída de Velasco, una inflación de dos
dígitos, palabras que el Perú jamás había escuchado y menos experimentado. Hoy ha
sido harto estudiado el ciclo de la sustitución de importaciones proteccionista,
que genera un mercado cautivo para una industria dependiente de divisas. Basada
en los cimientos falsos de unos aranceles altos y en el ensamblaje de
importaciones industriales, esta política mostraba inequívocas señales de
agotamiento ya en el primer gobierno belaundista, mucho antes de que el
gobierno militar la relanzara hasta el delirio prohibiendo del todo las
importaciones de ciertos bienes industriales producidos en el Perú.
Contrasta
violentamente esta política de “encomienda” colonial con la apertura absoluta, sin
límites, a las importaciones de alimentos -trigo, leche- subsidiados por los
países productores y vueltas a subsidiar en el país con dólar “MUC”. Esta
terminaría por dejar sin mercado a los productores nacionales de esos mismos
alimentos. Todo con el objeto de mantener bajos los precios en beneficio del
consumidor por razones políticas.
Lo mismo que en
el caso de los recursos naturales y los servicios públicos del Estado, un
mercado cerrado para los industriales y completamente abierto para los
comuneros del Perú terminó por desconectar el mecanismo que une a la oferta con
la demanda en el mercado.
El pecado
original fue el desconocimiento de la realidad del mercado. Ninguna reforma agraria
-no importa cómo fuera gestionada- habría sobrevivido al despropósito de la política
agraria del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada”.
Huarochirí, 1974
Otro testimonio personal
puede ayudar a ilustrar en algo lo que esas políticas agrarias significaron para
las comunidades andinas. Las desventuras de los terratenientes latifundistas del
Perú han sido por años harto publicitadas. La ironía es que nunca se eliminó el
latifundio. Fueron convertidos en “sociedades agrícolas de interés social”
(SAIS) o en cooperativas.
El punto de
vista de las comunidades, en cambio, es aún desconocido cuando se evalúa en
restrospectiva la reforma agraria militar.
A San Damián en
las alturas de Huarochirí, poblado fundado en el siglo XVI para la reducción de
las comunidades de Checa y Concha del virrey Toledo -aún posee una campana de más
de 400 años de antigüedad-, llegamos Jaime Althaus y yo en 1974 como estudiantes
de tesis de Antropología. Nos tocó un incidente difícil para novatos en el
oficio que resultó, sin embargo, la más aleccionadora experiencia de lo que
entonces sucedía con el régimen comunal de la tierra en la Sierra del Perú, en
plena reforma agraria del gobierno militar.
El automóvil en
que llegamos a San Damián, un pequeño escarabajo de mi propiedad, la mañana
siguiente amaneció desbarrancado por una alta pendiente que daba al río Lurín,
al fondo de la quebrada. Afortunadamente, el vehículo quedó atascado y pude sacarlo
con yunta de bueyes.
La situación
planteaba, sin embargo, preguntas perentorias. Descartando la investigación que
nos había llevado allí, lo profesional era convertir ante todo en foco de la
investigación averiguar por qué habían ocurrido esos hechos. El misterio no fue
fácil de resolver, pero la verdad se fue abriendo paso poco a poco a lo largo
de meses.
El organismo del
gobierno militar por entonces llamado Sistema Nacional de Apoyo a la
Movilización Social (Sinamos) se presentaba con frecuencia por entonces en las
comunidades con el objeto de preparar la “reforma estructural” que vendría, que
consistía en la transformación de la comunidad en cooperativa de producción.
Esto era el fruto
de un prejuicio: que las comunidades andinas eran supervivencias del ayllu -lo
que es falso, tratándose de una institución del Virreynato-. Pero los
funcionarios asumían de hecho que, de alguna manera, la comunidad andina era el
remanente de un imaginario comunismo primitivo. Esta era la prenoción
ideológica común a toda la burocracia que administró la reforma agraria militar.
Debió sorprender
a los funcionarios el rechazo y la cerrada resistencia pasiva que los comuneros
andinos opusieron a semejantes ideas en nombre de su derecho a la propiedad
privada. El gobierno militar nunca sospechó una verdad histórica que, por
entonces, ya las facultades de Antropología conocían de sobra y sobre la cual
existía abundante literatura etnográfica: que la comunidad andina es un modelo
complejo, sofisticado, en el que existen no menos de tres tipos de tenencia de la
tierra agrícola y de pastos: la propiedad privada en las tierras bajas, la concertación
comunal de cultivos en las tierras de secano regadas con lluvias; y el uso comunal
de las tierras de pastos, sin que todo eso interfiera en modo alguno con la
propiedad privada de las semillas, de los animales y, desde luego, de sus frutos
para el autoconsumo y la venta al mercado.
El intento ideologizado,
reaccionario, del gobierno militar de aislar la institución comunal fuera del
tiempo, fuera de la historia, topó con la resistencia formidable de los
comuneros que jamás permitieron avanzar los planes de cooperativización de las
comunidades. Algunas lo aceptaron solo de nombre y años después, para sorpresa
de desavisados, volvieron a ser comunidades.
La lección: no
se puede congelar las instituciones fuera del tiempo. Y tampoco -como intentó Alan
García veinte años después, cuando sus artículos del Perro del Hortelano- forzar su evolución más allá de lo que la
institución tolera. La violencia es el resultado, como el Perú debió aprender en
Bagua.
En la época de
nuestro trabajo de campo en San Damián, la situación de violencia ya era
álgida. El resto de la historia cae por su peso: los comuneros asumieron que los
visitantes no éramos estudiantes sino agentes del odiado Sinamos. La prueba: el
organismo utilizaba entonces vehículos del mismo tipo y color del que nos había
llevado allí.
La conclusión de
la experiencia fue muy clara: las comunidades andinas siempre fueron una
combinación de propiedad privada y propiedad comunal, adaptada a las
condiciones del uso de la tierra y el agua. Desgraciadamente, los ecos de ese trágico
malentendido aún perduran hoy.
Cañete y Pativilca,
1989
Transcurridos 20
años de la reforma agraria militar, hubo sinceros esfuerzos por comprender qué
había quedado en claro de todo ello, más allá del mito justiciero sobre “el
patrón que no comería ya de la pobreza” del campesino.
No debió sorprender
a nadie, sin embargo, que algunas cooperativas agrarias de producción del
gobierno militar volvieran a ser comunidades, como tampoco debió serlo que las
cooperativas que habían sido haciendas se parcelaran siguiendo el mismo viejo
modelo comunal.
Veinte años después
de la reforma agraria militar, dos trabajos de campo sobre el tema focalizados
en la parcelación de las cooperativas
de producción permitió comparar su evolución divergente. El visible contraste
entre los casos demandaba una explicación. ¿Por qué nunca se parcelaron las
cooperativas azucareras?
Mientras en las
cooperativas de producción de Cañete, de baja capitalización, hubo parcelación
masiva, en Pativilca la cooperativa azucarera de Paramonga, la más moderna del
Perú anterior a la reforma agraria, no llegó a parcelarse nunca, como tampoco lo
hicieron las demás cooperativas azucareras norteñas. En lugar de parcelación,
lo que estas hicieron fue otorgar participación accionaria a los socios, que
venderían años después esas acciones, igual que los parceleros sus tierras, para dar paso a nuevos compradores;
es decir, a una nueva capitalización de la tierra.
La escala de la capitalización
era el factor decisivo. La prueba ácida: en Cañete un caso de excepcional liderazgo
empresarial por encima de la economía parcelaria familiar eludió la parcelación
en la cooperativa agraria Cerro Alegre.
Son realidades mejor
iluminadas por el enfoque de la antropología económica “sustantivista”
(Polanyi). A ello estuvieron dedicados informes publicados en Expreso, escritos
conjuntamente con el ingeniero agrónomo Luis Guillermo Novoa Soto.
Fue Novoa quien,
habiendo estudiado en Cornell, me dio la pista sobre la estrategia de EEUU para
América Latina en respuesta a la revolución castrista, que fue el hilo de la
madeja de la historia que ocupa las primeras líneas de este ensayo de la
memoria. Vaya para él mi agradecimiento de compañero de viaje y de amigo.
En cuanto a la
memoria del general Juan Velasco Alvarado, en 1989 su fotografía colgaba aun de
la pared del local de la cooperativa agraria de Cerro Alegre en Cañete, como
hasta 1983 continuaba en la pared del local comunal de Uchuraccay en Ayacucho
la fotografía del mariscal Oscar R. Benavides. Así es el Perú.
20 de octubre de
2018