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MEDIA COLUMNA
Banalidad del mal
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
Tomar en cuenta solo la intención y nunca los resultados de sus actos es el pretexto con que el Congreso justifica moralmente su demagogia. No percibe el daño que causa, o no se hace responsable de él. No tiene consideración alguna por el debate de ideas. Solo repite mecánicamente, una y otra vez hasta la náusea, su frase hecha, su gastado lugar común. La consigna es imponer. Debatir es señal de debilidad.
“Banalidad del mal” es la famosa expresión que Hannah Arendt acuñó
para referirse a la actitud del nazi Adolf Eichmann, secuestrado en Buenos
Aires en 1961 y procesado en Jerusalén. Eichmann no mostró nunca en el juicio arrepentimiento
o culpa por los crímenes cometidos por él personalmente. Cumplía órdenes, era
una pieza en una maquinaria burocrática. Jamás se había cuestionado la
moralidad de sus actos. Era un imbécil moral inimputable. Fue condenado a
muerte. Caro le costaría a Arendt, sin embargo, en la comunidad judía de Nueva
York, a la que pertenecía, su famosa frase impecablemente expuesta en sus
artículos en la revista The New Yorker para
la que cubrió el juicio en Israel.
Los crímenes del stalinismo soviético fueron la prolongación
del Holocusto. La moral revolucionaria de la banalidad del mal se fue
contagiando a los partidos comunistas del Tercer Mundo. Y de allí a las
infinitas derivaciones del socialismo “democrático”. Todos ellos pasaron al
oportunismo sin escrúpulo alguno. Comencé a sospechar esto hace más de 50 años,
cuando un compañero de universidad, un militante de izquierda, “expropió” y vendió
la cámara fotográfica que dejé olvidada en su auto. No era un robo, sino una
“contribución a la causa”. Esa fue toda su explicación.
La banalidad del mal, sesenta años después, es un hecho
cotidiano en la anticultura urbana de las grandes ciudades de todos los
continentes. El narcotráfico, la
guerra perpetua por el control del mercado de la droga y el trafico de personas,
el odio étnico y el fundamentalismo ideológico han producido al terrorismo como
método. El inmediatismo prevalece. El delito no importa si es en nombre del
poder.
El daño no es sino es el precio a pagar por un “fin superior”. El requisito
es la deshumanización.
Los miembros de este Congreso provisional no pueden ser reelegidos.
Su demagogia ciega no obedece a conseguir votos para sí mismos. Su consigna es
demoler el modelo económico. Y hacerlo en el tiempo limitado de que dispone. Por
eso no hay espacio para el debate. Los argumentos en contra de la demagogia se apilan
todos los días en los medios de comunicación. El Congreso sigue impermeable a
todo argumento. El gobierno observará la norma, el Congreso insistirá. El
gobierno correrá traslado al Tribunal Constitucional. La inversión se
paralizará. No importa. Ese era el objetivo.
Esa es la banalidad del mal.
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