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MEDIA COLUMNA
Dama y rey
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
La repartija de manazos del Legislativo y el Ejecutivo
por la inmunidad de los primeros y el antejuicio de los segundos, en la que ambos
se despojan de sus respectivas armaduras, es una pelea estúpida.
Lo es porque ambos quedan expuestos ante el tercero,
el omnímodo poder Judicial –la Fiscalía, en realidad- que podrá acusar y enviar
expeditivamente a prisión preventiva a unos y otros. De paso, también podrá
sacar candidatos de la carrera electoral mediante oportunas sentencias de
primera instancia.
Cuando se debate acotar el poder excesivo de
la Fiscalía, que ha convertido a jueces y policías en convidados de piedra píntados
en la pared, las decisiones del Congreso y el Gobierno aumentan su poder en
lugar de limitarlo. Los poderes políticos han abdicado y entregado, por un
lado, la determinación de sus responsabilidades penales a la Fiscalía y, por
otro, el arbitraje de todos los asuntos políticos al Tribunal Constitucional.
Es la desembocadura final de un proceso que
viene de décadas y que termina ahora por sumir al equilibrio de poderes en la
confusión definitiva. Todo lo cantó el coro de la tragedia desde que se despojó
al Ejecutivo de la atribución de nombrar a los jueces y fiscales supremos para
entregársela al Consejo Nacional de la Magistratura. Hoy con la Junta Nacional
de Justicia lo único que ha cambiado es que antes la sociedad civil tenía
mayoría en el organismo, hoy la tiene el Estado.
Allí ha vuelto a quebrarse el ya desbalanceado
equilibrio de poderes de nuestra democracia de baja gobernabilidad. La primera
quiebra fue en su nacimiento mismo, cuando los constituyentes de 1823
decidieron desde la primera hora fundar una república, pero darle el poder al
Congreso. Desoyeron el consejo de Bolívar, que advirtió en el Discurso de
Angostura que si uno quiere ser una república debe darle el poder al Ejecutivo
para equilibrar el enorme peso del Congreso que representa al pueblo soberano. En
lugar de eso, creamos en el Perú una república donde el poder lo tiene el
Congreso: una quimera, un ser mitológico con el cuerpo de un animal y la cabeza
de otro.
La imposibilidad de resolver en ese marco incoherente
el conflicto de poderes llevó con los años a la peregrina idea de la supuesta
necesidad de un árbitro por encima de los poderes para resolver sus conflictos:
el Tribunal Constitucional. Este procedió a arrogarse en su Ley Orgánica la
condición de “supremo intérprete” de la Constitución, cosa que no está en la
Constitución y es, por tanto, inconstitucional. Hoy el Tribunal Constitucional
es un poder por encima de los poderes sin contrapeso alguno. Es una reinvención
del absolutismo.
Irónicamente, para desbaratar esa
construcción precaria bastaría –y el día llegará- en que el más humilde de los
jueces decida, en aplicación del control difuso constitucional, declarar
inaplicable una sentencia del Tribunal a un caso cualquiera. Allí se verá por
fin que ese falso rey siempre estuvo calato. Su dama, en cambio, la Junta
Nacional de Justicia, es hoy una gorgona más poderosa que nunca.
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