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sábado, 5 de junio de 2021

MEDIA COLUMNA domingo 6 junio 2021 "El fantasma de Túpac Amaru"

 

MEDIA COLUMNA

El fantasma de

Túpac Amaru

 

Jorge Morelli

jorgemorelli.blogspot.com

@jorgemorelli1

 

 

Ha reaparecido en estas elecciones nuestro más antiguo conflicto: el que separa a la Sierra del Sur de la Costa Norte del Perú. Las encuestas están mostrando preferencias del orden del 70% de uno y otro lado en una encrucijada que es mucho más que un mera contienda política de izquierda y derecha. La feroz polarización actual tiene poco de debate político. Echa sus raíces emocionales en graves cuestiones históricas y étnicas. Inocultable, el fantasma de Túpac Amaru se ha hecho presente.

 

El Perú nunca fue una colonia, fue un virreinato. Eso no es un hecho banal. No hubo genocidio en la Conquista. Es parte de la leyenda negra. Murieron millones por enfermedades a las que la población no era inmune. No tenía anticuerpos, pero eso no se sabía entonces. Murieron sin que nadie supiera de qué. Fue una tragedia, no una política genocida. La nobleza heredera de los curacas indígenas llegó con sus tierras y títulos hasta fines del siglo XVIII. La muerte ignominiosa de Tupác Amaru en 1780 a manos de los borbones del trono español habría sido impensable cien años antes. La respuesta a la sublevación, en cambio, fue brutal: arrebató a la nobleza indígena el derecho de mayorazgo -según el cual la tierra quedaba en manos del hermano mayor- obligando a repartir la tierra entre todos los hijos. Les quitó la propiedad, según se entendía entonces. Esto quebró la columna vertebral de la economía del Sur del Perú. Ese fue el verdadero genocidio, sumado a la creación del Virreinato del Río de la Plata, otra decisión política borbónica, que quebró el negocio de arriero de mulas a Tucumán y Buenos Aires de José Gabriel Condorcanqui, curaca de Tungasuca, que entonces tomaría el nombre del último inca, Túpac Amaru.

 

No somos el ombligo del mundo, pero estamos hoy en la primera línea de combate entre la tradición y la modernidad.

 

La noticia global hoy es que el grupo de las siete naciones con mayor peso en la economía global –conocido como el G7- aprobó el viernes crear un impuesto global a las grandes empresas. Deberá ser ratificado pronto por el G20, el G7 ampliado a otros.  El gatillo de la decisión es, desde luego, el gasto ilimitado hecho por todos los Estados a causa de la pandemia. El impuesto será como mínimo del 15% o mayor. Eso es lo que se discute. El debate económico de nuestra era gira, igual que hace más de 200 años, en torno a más Estado o menos Estado. El liberalismo del consenso de Washington llegó en este sentido tan lejos como se puede en política real, en dirección de la desregulación y el menor Estado posible. Los republicanos estadounidenses han sido sus defensores siempre. Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron sus abanderados desde 1980. La drástica reducción del impuesto a la renta en EEUU hecha por Donald Trump en los últimos años ha sido su última gran ofensiva. Los demócratas, en cambio, han sido partidarios siempre de que el Estado intermedie la tajada más grande posible de la economía de la primera potencia global. Joe Biden volverá a subir el impuesto a la renta en EEUU: han ganado las últimas elecciones. La pandemia ha traido en todas partes un reverdecimiento del gasto público. La decisión política prevalece hoy sobre la economía. Pero no es una cuestión de doctrina ya, sino de oportunidad. Hicieron bien Thatcher y Reagan en actuar drásticamente contra la inflación siguiendo el pensamiento de Hayek. Hizo bien también Franklin Roosevelt en atacar la Gran Depresión con gasto público masivo, lo que Keynes convirtió luego en doctrina (no sin advertir que en ausencia de expectativas el gasto público solo genera inflación), como hizo bien en liderar al mundo libre contra el estatismo nazi en el Día D un 6 de junio, como hoy, hace 77 años. ¿Hace bien hoy el G7 en gravar a las grandes empresas globales en nombre del pueblo abatido de todo el planeta? 


Es el mismo antiguo dilema el que estamos viendo. Pero, en nuestro caso, la pandemia no ha significado solamente un resurgimiento del estatismo que se cree por encima de las libertades ciudadanas. Ha traido a la memoria de los peruanos del Sur el doloroso recuerdo de su último inca.