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Los americanos se
van
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
jorgemorelli.blogspot.com
Fracasado su proyecto terrorista de escala global, Al-Qaeda pretende ahora
restaurar nada menos que el Califato de Bagdad en el norte de Iraq y parte de
Siria, la cuenca alta de los ríos Tigris y Eufrates, la antigua Mesopotamia.
Procuran hacerlo con base en el territorio del grupo étnico de los
musulmanes sunitas en Siria e Iraq. No pretenden, solo por ahora, los
territorios del grupo étnico musulmán shiita, al sur de Iraq hasta la
desembocadura de ambos ríos en el Golfo, ni los del grupo étnico kurdo, al este
de los dos ríos.
El Califato de Bagdad original fue bastante más grande que eso. Duró 500
años entre los siglos VIII y XIII después de Cristo y, en su máxima expansión
llegó a gobernar en el siglo IX un territorio que iba desde el río Indo en el
Este (hoy Pakistán) hasta la antigua Cartago en el Oeste (hoy Libia), algo
similar al antiguo Imperio Persa conquistado por Alejandro el Grande de
Macedonia doce siglos antes.
La edad de oro fue la del califa Harún al-Rashid (786-809), el gran personaje de las Mil y una noches que por las noches dejaba
su palacio disfrazado de hombre común para escuchar lo que su pueblo pensaba de
él y de su gobierno. El que miraba de igual a igual a Carlomagno, heredero del
Imperio Romano de Occidente, Defensor de la Fe Católica y brazo armado del Papa,
y recibía a sus embajadores, en un diálogo distante. El Califato de Bagdad
evoca el tiempo mítico de un imperio cuya legitimidad se basa en una justicia cuyo
código es al mismo tiempo el de la fe de los creyentes del Islam. El tiempo
también de una resistencia armada del mundo musulmán frente a Occidente.
Tal es, nada menos, la poderosa narrativa que Al Qaeda pretende explotar
políticamente en beneficio de su proyecto de Estado entre Iraq y Siria.
El conflicto religioso antiguo halló un modelo de procesamiento en la
tolerancia y la convivencia pacífica de cristianos, judíos y musulmanes en la
España del siglo XIII, de Alfonso X el Sabio, donde en Toledo se traducía del
árabe los libros de Aristóteles al latín. Es lo que simboliza la reciente
reunión del papa Francisco con líderes musulmanes y judíos en Jerusalén y en Roma.
Pero los conflictos religiosos del mundo musulmán de hoy -entre sunitas y
shiitas, que disputan la legítima descendencia de Mahoma- multiplicados por
conflictos étnicos –con los kurdos, por ejemplo- son el equivalente, saltando enormes
distancias, de las guerras religiosas de los siglos XIV y XV en Europa
occidental, entre católicos y protestantes, superpuestas a conflictos étnicos aún
más antiguos.
En la historia de Occidente, las guerras religiosas solo terminaron con
la creación del Estado moderno, que impuso la paz al mismo tiempo que la
libertad de conciencia. El símbolo de esa transición es el Leviatán de Thomas Hobbes y su famosa sentencia: “auctoritas non
veritas facit legem” (La autoridad, no la la verdad, hace la ley). Si cada uno
tiene su verdad religiosa, la única solución es la libertad de culto donde
todos obedecen la misma ley laica.
El equivalente del Estado moderno en el mundo árabe han sido los
gobiernos autoritarios que descansaron en el poder del Ejército, dictaduras como
las de Saddam Hussein en Iraq o Bashar al Assad en Siria. Los suyos no fueron
Estados fundados en la fe del Corán, sino proyectos modernizadores –como el de
Kemal Ataturk en Turquía o el de Nasser en Egipto-, basados en textos
constitucionales que hablan de libertades mientras el poder se apoya en la
fuerza.
Tal era el panorama en el que se produjeron las dos Guerras del Golfo, y
en la última de ellas finalmente el derrocamiento de Saddam Hussein. Claramente
la invasión fue para evitar la interrupción del abastecimiento de petróleo a la
economía global. Fue innecesario presentarlo como una lucha por la instauración
de una democracia en Iraq.
La creación por los aliados de una democracia en Iraq resultaría
inevitablemente en una de baja gobernabilidad, sin equilibrio de poderes.
El monopolio de la fuerza del Ejército por uno solo de los grupos en
conflicto –sunita en el caso de Saddam, que era de ese origen- era inevitable
también. Caso contrario, se habría partido al Ejército enfrentando a ambas
facciones entre sí. Igual ha procedido el gobierno democrático de Iraq a pesar
de los esfuerzos norteamericanos por establecer un Ejército multiétnico.
Resulta obvio que, en esa situación, el retiro de las tropas
estadounidenses de Iraq dejaría a la joven democracia iraquí a merced de dos amenazas:
la recaída en las guerras religiosas de un lado y, de otro, el regreso del
autoritarismo para ponerles fin.
Mientras Estados Unidos y la economía global reducen progresivamente su
dependencia del petróleo iraquí hasta un punto en el que en el futuro puedan
desentenderse de la suerte de Medio Oriente, y ante el delirante proyecto fundamentalista
de Al-Qaeda de restaurar el Califato de Bagdad, el débil gobierno iraquí debe
pensar hoy día que ya es bastante malo que los americanos invadan, pero lo peor
es que luego se van.
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