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MEDIA COLUMNA
Esperando a Lorenzo
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
El futuro ya existe y obra sobre
el presente, aunque no lo veamos todavía.
Aristóteles decía en la Física que todas las cosas tienen cuatro
causas. En una estatua la causa material
es el bronce o la piedra; la eficente
es el escultor; la formal, la diosa o
el guerrero representados. Pero quien pidió la estatua es, en primer lugar, la
causa a la que llamó final, la que
opera desde el futuro sobre el presente. El verso anónimo lo repitió así: "Tenemos
santos de pino. Hay imágenes de yeso. Mire este Cristo yacente, madera de puro
cedro. Depende de quién la encarga, una familia o un templo…".
Saint Exupery sabía que es el
navío el que convoca a los leñadores, a los herreros y a los astrónomos y sus
observaciones de estrellas. “Confianza en el anteojo, no en el ojo”, escribió
Vallejo con su austera economía habitual. Es el lenguaje el que forma el
cerebro, no al revés. Todo niño ordena su realidad según las posibilidades que
le abre la lengua en la que nace. Importa cuál sea el lenguaje, porque el resultado
no será el mismo. Abrirá algunas puertas y no otras. Como el tiempo y el
espacio son categorias relativas, todo es posible. De modo que la realidad, un
vértigo de acontecimientos en desorden, por sí misma nada significa. Es la
conciencia, la historia o los mitos según el momento de la humanidad, lo que organiza
su sentido.
El tiempo no existe, es engañoso. Puestos en línea, apenas veinte veces una tras otra ha narrado un anciano a un niño la historia de Roma desde su caída hace más de 1,500 años. Y todos los pueblos cuentan la misma historia. En el mito de Qero sobre la fundación del Tahuantinsuyo las causas de Aristóteles son el poder material del trabajo (llankay), el poder del conocimiento que da forma (yachay), el poder de la voluntad que transforma (munay). Pero antes y por encima de todo sobre los tres dones se halla el formidable poder de convocatoria de la reciprocidad, el ayni. Es la causa final de Aristóteles: el futuro que obra sobre el presente, centinela de guardia en las murallas.
El cerebro maravilloso de un niño
pequeño es la arcilla, la madera, el bronce o la piedra que el lenguaje organiza.
La curiosidad indomable, el afán de saber, el hambre de conocimiento es su
causa eficiente: la energía que
produce el movimiento, la pregunta que la respuesta esperaba. Hay que abrirle
espacio siempre, fomentarla con cualquier pretexto, jamás desalentarla o
diferirla. El vuelo de la imaginación de un niño cuando despierta hay que
acompañarlo para que se sienta seguro. Porque se presenta cuando quiere, pero como
el ave de Prévert acude al llamado de su retrato.
El pequeño Lorenzo llega esta Semana
Santa en medio de la pandemia del siglo XXI. Es signo de que llega a su vida
contra viento y marea. Que siga llegando a lo largo de toda su existencia como
Odiseo a Itaca es lo que deseamos con amor para él todos los que lo precedimos.
Su padre se encargará de que lo sepa, de que no lo olvide. Le narrará las
mismas historias que recibió del suyo y éste de su padre: los mitos griegos,
los romances castellanos, la historia de la caída de Roma narrada eternamente a
su nieto por el viejo abuelo que la vio con sus propios ojos.
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