jueves, 25 de octubre de 2018

ESTA NOCHE miércoles 24 octubre 2018



ESTA NOCHE, donde usted se entera no de todo lo que ocurre, sino de lo que necesita saber.


MEDIA COLUMNA
El círculo de la corrupción

 
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
jorgemorelli.blogspot.com


Tomo prestado el título del libro de Eduardo Vega y otros autores publicado recientemente, que expresa la imagen correcta para el diagnóstico de lo que hemos vivido.

El círculo de la corrupción tiene cuatro partes: comienza en el Estado cuando un gobierno nuevo define la lista de megaproyectos que quiere llevar a cabo; sigue por las empresas constructoras, que se reparten las megaobras fingiendo respetar las licitaciones; continúa por los operadores, que reciben el dinero de las empresas y lo trasladan, en cuarto lugar, a los partidos politicos, no a este o a aquel, sino a todos. Cualquiera de ellos llega al  gobierno, hace su lista de megaproyectos y el círculo comienza nuevamente. Esto funcionó en gran escala en Brasil y fue luego exportado a América Latina.

El virus de la corrupción se expande por contagio: empresa que no entra al mecanismo quiebra; partido que no entra al circulo pierde. La corrupción es como el agua. Si se mete al bote, no se culpa al agua, que cumple una ley de la física. Igual la corrupción, hay que mantenerla a raya. Si se infiltra, la causa está en una falla en la arquitectura de la institución.

En nuestro caso, la corrupción comenzó en Ancash con una transferencia masiva de recursos presupuestales que las regiones claramente no iban a poder manejar. Se trasladó luego al Callao. Se construyó en ambos casos una red de politicos y jueces locales. Finalmente, fue trasplantada a nivel nacional y luego descubierta públicamente.

Ante la metástasis del cáncer en el país, la pregunta pertinente es por qué no se la detuvo en su fase inicial, por qué no hubo reacción oportuna.

La respuesta es que la regionalización fallida había destruído el equilibrio interno del poder Ejecutivo entre los tres niveles de gobierno: nacional, regional y local. Cuando la corrupción se apoderó de las regiones, la única respuesta del gobierno nacional fue el tímido ensayo del Ministerio de Economía de cerrarle a la región el caño de los desembolsos presupuestales. No existía ningún mecanismo que permitiera hacer otra cosa. No hubo gobernabilidad que permitiera tomar la decisión política necesaria.

Cuando el cáncer avanzó luego al nivel nacional, tampoco hubo modo de intervenir en los desmanes del poder Judicial porque en el Perú -a diferencia de todo el resto de Sudamérica, Centroamérica y Norteamérica- ni el poder Ejecutivo ni el Legislativo tienen entrada desde hace décadas en el nombramiento de los jueces supremos ni en el poder Judicial. Una malentendida autonomía, una falsa separación de poderes se sustituye al equlibrio de poderes condenando al Perú a una democracia de baja gobernabilidad.       

Lo que hace falta ahora es entender la magnitud exacta de la enfermedad y su remedio. Como todos los círculos viciosos, el de la corrupción tiene un punto -y solo un punto- en el que puede ser quebrado. Hasta el momento, hemos equivocado ese punto. Se parte de la premisa errada de hacer de la justicia el mecanismo para acabar con la corrupción. La justicia no puede hacer eso. Los magistrados juzgan a personas, no sistemas políticos fallidos.

El punto en el cual se puede quebrar el círculo de la corrupción no es el de la persecución que politiza la justicia acusando a los partidos de ser organizaciones criminales. El punto que permite quebrar la corrupción está en el lado opuesto, en las empresas, y es el que permite abrir el mercado a la competencia global en las licitaciones públicas. Lo que creó el circulo de la corrupción en el Brasil fue el mercado cerrado, un proteccionsimo mercantilista en favor de un grupo limitado de empresas locales que excluyó a las empresas de fuera. Tarde o temprano eso iba a quebrarse. Comenzó con la FIFA y el Mundial de Brasil.

Hoy, abrir las ventanas a la competencia global es lo que despejará esta atmósfera viciada. Ya vemos a empresas globales llegar al país a participar en licitaciones públicas. Sería crucial hoy que las instituciones académicas locales y globales -desde Naciones Unidas hasta la cooperación externa- inviertan recursos en el diseño de lo que podríamos llamar el “modelo de la licitación anticorrupción”.

Es una herramienta para reducir al mínimo la ocasión de que la corrupción se infiltre. Un navío en el que el agua no puede entrar.


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miércoles, 24 de octubre de 2018

ESTA NOCHE sábado 20 octubre 2018




ESTA NOCHE, donde usted se entera no de todo lo que ocurre, sino de lo que necesita saber.


MEDIA COLUMNA
¿Quién es responsable
del legado fujimorista?
 

Jorge Morelli
@jorgemorelli1
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La inversión pública se está parando. Va camino de cero este trimeste. Se debe a la necesidad, perentoria ahora, de controlar a como dé lugar el déficit fiscal, que sigue siendo de tres por ciento del PBI cuando no debería ser de más de uno.  

Pero el Gobierno es incapaz de recortar el gasto corriente -los sueldos de los empleados estatales- y opta entonces por recortar el gasto de inversión. Por lo tanto, esta se detiene.   

Lo más grave viene de ocurrir esta semana. El jueves, con los votos de Fuerza Popular, el Congreso aprobó la ley que instaura la negociación colectiva para los empleados estatales.

Ha aumentado el gasto y multiplicado exponencialmente el déficit fiscal. Nadie sabe hasta dónde puede llegar ahora. El propio ministro de Economía ha ensayado una tímida advertencia que nadie ha escuchado en medio de la era del Terror jacobino que se ha apoderado de nuestra patria.

El partido del fujimorismo -cuyo gobierno estableció años atrás el equilibrio fiscal y prohibió que el déficit fuera mayor de uno por ciento- se presta a este atentado que vuela en pedazos toda esperanza de regresar al equilibrio fiscal para el 2021.    

Gobierno y oposición son cómplices en este engaño. Por debilidad, el Gobierno no está exento de responsabilidad. Cada año el Ejecutivo se otorga un incremento del Presupuesto del doble de lo que crece la economía. No obstante, la inversion pública se detiene. Los funcionarios no firman, no van a correr el riesgo de terminar presos. Esta es la consecuencia de la parálisis del Terror en que nos ahogamos.

El Gobierno no se atreve a recortar el gasto corriente y el Congreso redobla la apuesta demagógica. Todos esperan un milagro: que la inversion privada se sustituya a la inversion pública para que la economía crezca cuatro por ciento. Eso no va a pasar, porque ningún inversionista arrega su dinero en un país sometido por el Terror. A pesar de eso, el Gobierno sigue obsesionado con producir la cifra de un crecimiento falso, que no puede sostenerse. El Terror se retroalimenta. 

Tal como están las cosas, del Estado peruano tal como es hoy lo único que se puede esperar es que no estorbe la iniciativa privada, que es libre. Es lo que, afortunadamente, aún queda en pie en la Constitución. Y al partido de mayoría en el Congreso lo que hay que exigirle es que detenga la demagogia. Aunque lo haya olvidado, sigue siendo responsable del legado del fujimorismo.



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sábado, 20 de octubre de 2018

ANALISIS 20 octubre 2018





UNA RETROSPECTIVA  
Las “reformas-vacuna” del velasquismo


Jorge Morelli


Este no es un ensayo político o económico. Es un paseo de Forrest Gump por una época de la que solo muchos años después uno descubre el origen y comprende el destino. Han pasado 50 años. Es hora de poner en contexto al gobierno del golpe del 3 de octubre de 1968. Para eso hay que remontarse diez años antes, a 1959 y la captura por Fidel Castro del poder en Cuba.

Este es el epicentro cuyas repercusiones continúan hasta hoy en América Latina. La estrategia de exportación de la revolución castrista a América del Sur ha durado 60 años. También su contrapartida, la estrategia de EEUU hacia América Latina, que comenzara igualmente seis décadas atrás, en 1959.


Santo Domingo, 1959

En cierto modo, me tocó ser testigo involuntario de ello. En la República Dominicana, la isla vecina de Cuba, gobernaba en 1959 con mano de hierro Rafael Leonidas Trujillo -“benefactor de la Patria y padre de la Patria Nueva”, según coreaban los niños en el Colegio La Salle de Santo Domingo, entonces Ciudad Trujillo-, a quien alguna vez vi saludar con guantes blancos bajo el calor de cuarenta grados. Ese primero de enero de 1959, mi padre, por entonces diplomático peruano en la isla, me despertó hacia la medianoche. Tenía yo ocho años. Me llevó al fondo de la casa donde escondía un radio Zenith de onda corta. Me dijo: escucha bien esto, que no lo vas a olvidar. En efecto, no lo he olvidado. Era Fidel Castro hablando desde La Habana la noche en que derrocó a Fulgencio Batista.
Meses después, vaga explicación mediante, mi padre me llevó al aeropuerto y me embarcó en un Constellation TWA de tres colas rumbo a Lima. Solo años después me animé a preguntar qué ocasionó esa decisión. La respuesta solo abrió más preguntas. Semanas después del golpe de Castro, mi padre recibió un anónimo amenazante. Sabían que a diario iba yo al colegio en bicicleta. En la isla por aquel entonces desaparecía la gente. Mi padre no se detuvo a averiguar. Y no supo más. Su respuesta cerró el tema por décadas. Caía por su peso, sin embargo, la pregunta. ¿Qué podía haber causado que el por entonces primer secretario de la Embajada del Perú en la República Dominicana recibiera de la dictadura de Trujillo una amenaza? Treinta años después, a raíz de una conversación con un buen amigo, ex estudiante de la Universidad de Cornell, los cabos empezaron a atarse.


Los “hijos de perra”

Luego de la revolución castrista, el gobierno de EEUU llegó a la conclusión de que los dictadores como Batista, Trujillo o Somoza en Nicaragua –por años tenidos por el gobierno americano como “sus hijos de perra”, según la frase atribuida a Franklin D. Roosevelt- incubaban revoluciones comunistas como la de Castro en Cuba. Se produjo entonces un giro estratégico. El gobierno del partido Demócrata que llevó a John Kennedy al poder tomó la decisión de deshacerse de ellos. Trujillo no temía a los comunistas, a quienes tenía a raya hacía treinta años en la isla. Pero sí temía con razón a EEUU. Desestabilizado, moriría asesinado después en un atentado que voló su automóvil, un Cadillac negro que vi pasar muchas veces por la avenida Nicolás Penson, ante la puerta de mi casa. Treinta años después, volví donde mi padre con este hallazgo a preguntarle si alguna vez en Santo Domingo en 1959 tuvo contacto con la embajada americana. Dijo que, en efecto, tuvo como amigo a un funcionario que bien pudo ser de inteligencia ya que insistía en conversar en el automóvil para no ser grabado. Probablemente lo fueron, en efecto, por el gobierno de Trujillo. Por eso la amenaza anónima que terminó con mi salida de la isla, a la que no volví. La pequeña historia no es sino  la minúscula cola del huracán de lo que sería el giro estratégico de política exterior de EEUU hacia Latinoamérica.
Durante las décadas siguientes, las sociedades latinoamericanas tuvieron que dar paso a profundas reformas económicas y sociales destinadas a reducir drásticamente la desigualdad. Eran “reformas-vacuna”, destinadas a crear anticuerpos para evitar el contagio del castrismo cubano. Según el nuevo diagnóstico, la desigualdad incubaba las condiciones para la exportación de la revolución castrista a Sudamérica. Por eso el Che Guevara iría a Bolivia. Por eso la Alianza para el Progreso de Kennedy. Por eso el proyecto de desarrollo de Cornell en la comunidad andina de Vicus, en Ancash, el primero de su género. Por eso la reforma agraria del primer gobierno de Belaunde, cuyo fracaso incubó el golpe de Estado del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada”, que terminaría en el intento fallido de arrastrar al Perú de la mano de Cuba a la órbita de la Unión Soviética.
La muerte de Castro fue la del mayor general de campo comunista, el que casi triunfó y finalmente fracasó. Por años trató de exportar el comunismo a Sudamérica, con Allende en Chile, con Velasco en el Perú, con Chávez en Venezuela. Se valió del petróleo venezolano para comprar gobiernos desde Centroamérica hasta Brasil y Argentina. El giro estratégico originado en 1959 en Cuba -que tocaría las vidas de tanta gente y cambiaría profundamente para bien y para mal la historia de América Latina durante seis décadas- no tuvo, sin embargo, su desenlace final en la muerte de Fidel Castro. No ha llegado a su término aun en Venezuela. Pero en el Perú, entre 1968 y 1980, el primer experimento latinoamericano de una revolución de izquierda hecha por la Fuerza Armada, marcó al país profundamente y dejó una huella que aún no se borra.


Expreso, 1961 y 1986

Menos de dos años después de la captura del poder en Cuba, el diario Expreso de Lima publicó en el día de su fundación, el 24 de octubre de 1961, un editorial que recomendaba al Perú tres “reformas-vacuna” fundamentales: la política de sustitución de importaciones de la CEPAL de Raúl Prebisch; la reforma agraria como instrumento para acabar con la desigualdad, y un papel para el Estado en la actividad empresarial.
Veinticinco años más tarde, para el aniversario de Expreso en octubre de 1986, recién elegido Alan García, el diario publicó un ensayo escrito por Jaime de Althaus y por mí, La estrategia del subdesarrollo. Argumentaba que la que había llevado al Perú a la ruina económica y a la violencia terrorista, por entonces ya manifiestas, era una estrategia fallida, una verdadera estrategia de subdesarrollo, compuesta de 1) una fracasada política industrial sustitutiva de importaciones, 2) una reforma agraria que había hecho retroceder siglos al agro peruano, y 3) una desbocada actividad empresarial del Estado que lo había llevado a la quiebra. Sin saberlo pisábamos pies: era exactamente la misma receta que Expreso había recomendado en su editorial original -sustitución de importaciones, reforma agraria, actividad empresarial del Estado–, a la que le habíamos atribuido, 25 años después la ruina de la Nación.
Aun 25 años después, sin embargo, el primer gobierno de Alan García aplicaría todavía la misma receta que desembocaría en la hiperinflación y la violencia terrorista. La misma en la que Belaunde había fracasado (en parte por responsabilidad del propio García). Tuvo que pasar mucho aun para que el Perú abandonara finalmente aquella fallida obsesión ya en sus estertores finales, en los 90.
¿Cómo juzgar en su contexto histórico, en su antes y su después, la estrategia económica y política del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada? El hecho es que el velasquismo no se apartó mucho ni en su primera ni en su segunda fase de la receta de las “reformas-vacuna” de los sesenta. Lo que hizo fue radicalizarlas hasta el límite de lo que la sociedad peruana podía procesar y más allá de lo que la economía podía tolerar.
Como otros experimentos latinoamericanos de izquierda antes y después, las “reformas estructurales” del gobierno militar estaban económicamente condenadas desde un principio por lo que podríamos llamar su ángulo ciego. El error fue el típico, el mismo que ya le había ocurrido entre 1970 y 1973 al gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile: el ahorcamiento de las divisas.


Ahorcado por las divisas

La propiedad y la gestión estatal no solo de los recursos naturales, sino de los servicios públicos esenciales, destinadas supuestamente a una acumulación de capital en el país, trabó la capacidad de la oferta de responder a la demanda del mercado.
En la otra mano, un incremento masivo de la demanda por aumento de la capacidad adquisitiva -debida a la política salarial- condujo progresivamente a la inflación, que alimentó la devaluación, que realimentó a su vez a la inflación en un espiral que ya no se detendría hasta 1990.
Morales Bermúdez anunció al Perú en 1976, luego de la caída de Velasco, una inflación de dos dígitos, palabras que el Perú jamás había escuchado y menos experimentado. Hoy ha sido harto estudiado el ciclo de la sustitución de importaciones proteccionista, que genera un mercado cautivo para una industria dependiente de divisas. Basada en los cimientos falsos de unos aranceles altos y en el ensamblaje de importaciones industriales, esta política mostraba inequívocas señales de agotamiento ya en el primer gobierno belaundista, mucho antes de que el gobierno militar la relanzara hasta el delirio prohibiendo del todo las importaciones de ciertos bienes industriales producidos en el Perú.
Contrasta violentamente esta política de “encomienda” colonial con la apertura absoluta, sin límites, a las importaciones de alimentos -trigo, leche- subsidiados por los países productores y vueltas a subsidiar en el país con dólar “MUC”. Esta terminaría por dejar sin mercado a los productores nacionales de esos mismos alimentos. Todo con el objeto de mantener bajos los precios en beneficio del consumidor por razones políticas.
Lo mismo que en el caso de los recursos naturales y los servicios públicos del Estado, un mercado cerrado para los industriales y completamente abierto para los comuneros del Perú terminó por desconectar el mecanismo que une a la oferta con la demanda en el mercado.
El pecado original fue el desconocimiento de la realidad del mercado. Ninguna reforma agraria -no importa cómo fuera gestionada- habría sobrevivido al despropósito de la política agraria del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada”.


Huarochirí, 1974

Otro testimonio personal puede ayudar a ilustrar en algo lo que esas políticas agrarias significaron para las comunidades andinas. Las desventuras de los terratenientes latifundistas del Perú han sido por años harto publicitadas. La ironía es que nunca se eliminó el latifundio. Fueron convertidos en “sociedades agrícolas de interés social” (SAIS) o en cooperativas.
El punto de vista de las comunidades, en cambio, es aún desconocido cuando se evalúa en restrospectiva la reforma agraria militar.
A San Damián en las alturas de Huarochirí, poblado fundado en el siglo XVI para la reducción de las comunidades de Checa y Concha del virrey Toledo -aún posee una campana de más de 400 años de antigüedad-, llegamos Jaime Althaus y yo en 1974 como estudiantes de tesis de Antropología. Nos tocó un incidente difícil para novatos en el oficio que resultó, sin embargo, la más aleccionadora experiencia de lo que entonces sucedía con el régimen comunal de la tierra en la Sierra del Perú, en plena reforma agraria del gobierno militar.
El automóvil en que llegamos a San Damián, un pequeño escarabajo de mi propiedad, la mañana siguiente amaneció desbarrancado por una alta pendiente que daba al río Lurín, al fondo de la quebrada. Afortunadamente, el vehículo quedó atascado y pude sacarlo con yunta de bueyes.
La situación planteaba, sin embargo, preguntas perentorias. Descartando la investigación que nos había llevado allí, lo profesional era convertir ante todo en foco de la investigación averiguar por qué habían ocurrido esos hechos. El misterio no fue fácil de resolver, pero la verdad se fue abriendo paso poco a poco a lo largo de meses.
El organismo del gobierno militar por entonces llamado Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (Sinamos) se presentaba con frecuencia por entonces en las comunidades con el objeto de preparar la “reforma estructural” que vendría, que consistía en la transformación de la comunidad en cooperativa de producción.
Esto era el fruto de un prejuicio: que las comunidades andinas eran supervivencias del ayllu -lo que es falso, tratándose de una institución del Virreynato-. Pero los funcionarios asumían de hecho que, de alguna manera, la comunidad andina era el remanente de un imaginario comunismo primitivo. Esta era la prenoción ideológica común a toda la burocracia que administró la reforma agraria militar.
Debió sorprender a los funcionarios el rechazo y la cerrada resistencia pasiva que los comuneros andinos opusieron a semejantes ideas en nombre de su derecho a la propiedad privada. El gobierno militar nunca sospechó una verdad histórica que, por entonces, ya las facultades de Antropología conocían de sobra y sobre la cual existía abundante literatura etnográfica: que la comunidad andina es un modelo complejo, sofisticado, en el que existen no menos de tres tipos de tenencia de la tierra agrícola y de pastos: la propiedad privada en las tierras bajas, la concertación comunal de cultivos en las tierras de secano regadas con lluvias; y el uso comunal de las tierras de pastos, sin que todo eso interfiera en modo alguno con la propiedad privada de las semillas, de los animales y, desde luego, de sus frutos para el autoconsumo y la venta al mercado.
El intento ideologizado, reaccionario, del gobierno militar de aislar la institución comunal fuera del tiempo, fuera de la historia, topó con la resistencia formidable de los comuneros que jamás permitieron avanzar los planes de cooperativización de las comunidades. Algunas lo aceptaron solo de nombre y años después, para sorpresa de desavisados, volvieron a ser comunidades.
La lección: no se puede congelar las instituciones fuera del tiempo. Y tampoco -como intentó Alan García veinte años después, cuando sus artículos del Perro del Hortelano- forzar su evolución más allá de lo que la institución tolera. La violencia es el resultado, como el Perú debió aprender en Bagua.
En la época de nuestro trabajo de campo en San Damián, la situación de violencia ya era álgida. El resto de la historia cae por su peso: los comuneros asumieron que los visitantes no éramos estudiantes sino agentes del odiado Sinamos. La prueba: el organismo utilizaba entonces vehículos del mismo tipo y color del que nos había llevado allí.
La conclusión de la experiencia fue muy clara: las comunidades andinas siempre fueron una combinación de propiedad privada y propiedad comunal, adaptada a las condiciones del uso de la tierra y el agua. Desgraciadamente, los ecos de ese trágico malentendido aún perduran hoy.


Cañete y Pativilca, 1989

Transcurridos 20 años de la reforma agraria militar, hubo sinceros esfuerzos por comprender qué había quedado en claro de todo ello, más allá del mito justiciero sobre “el patrón que no comería ya de la pobreza” del campesino.
No debió sorprender a nadie, sin embargo, que algunas cooperativas agrarias de producción del gobierno militar volvieran a ser comunidades, como tampoco debió serlo que las cooperativas que habían sido haciendas se parcelaran siguiendo el mismo viejo modelo comunal.
Veinte años después de la reforma agraria militar, dos trabajos de campo sobre el tema focalizados en la parcelación de las cooperativas de producción permitió comparar su evolución divergente. El visible contraste entre los casos demandaba una explicación. ¿Por qué nunca se parcelaron las cooperativas azucareras?
Mientras en las cooperativas de producción de Cañete, de baja capitalización, hubo parcelación masiva, en Pativilca la cooperativa azucarera de Paramonga, la más moderna del Perú anterior a la reforma agraria, no llegó a parcelarse nunca, como tampoco lo hicieron las demás cooperativas azucareras norteñas. En lugar de parcelación, lo que estas hicieron fue otorgar participación accionaria a los socios, que venderían años después esas acciones, igual que los parceleros sus  tierras, para dar paso a nuevos compradores; es decir, a una nueva capitalización de la tierra.
La escala de la capitalización era el factor decisivo. La prueba ácida: en Cañete un caso de excepcional liderazgo empresarial por encima de la economía parcelaria familiar eludió la parcelación en la cooperativa agraria Cerro Alegre.
Son realidades mejor iluminadas por el enfoque de la antropología económica “sustantivista” (Polanyi). A ello estuvieron dedicados informes publicados en Expreso, escritos conjuntamente con el ingeniero agrónomo Luis Guillermo Novoa Soto.
Fue Novoa quien, habiendo estudiado en Cornell, me dio la pista sobre la estrategia de EEUU para América Latina en respuesta a la revolución castrista, que fue el hilo de la madeja de la historia que ocupa las primeras líneas de este ensayo de la memoria. Vaya para él mi agradecimiento de compañero de viaje y de amigo.
En cuanto a la memoria del general Juan Velasco Alvarado, en 1989 su fotografía colgaba aun de la pared del local de la cooperativa agraria de Cerro Alegre en Cañete, como hasta 1983 continuaba en la pared del local comunal de Uchuraccay en Ayacucho la fotografía del mariscal Oscar R. Benavides. Así es el Perú.

20 de octubre de 2018

jueves, 18 de octubre de 2018

ESTA NOCHE miércoles 17 octubre 2018




ESTA NOCHE, donde usted se entera no de todo lo que ocurre, sino de lo que necesita saber.


MEDIA COLUMNA
Dejar entrar el aire


Jorge Morelli
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En la aritmética posterior al contagio de la corrupción brasileña al Perú y a América Latina, la primera lección es la que los gobiernos brasileños de Lula y de Dilma nunca quisieron aceptar. Nunca leyeron a Carlos Marx. Si lo hubieran hecho, habrían comprendido que no hay fuerza capaz de detener el viento, que no hay decisión politica capaz de detener al mercado, impedir la expansión del capital por encima de las fronteras nacionales en todo el planeta.

Sin embargo, eso es exactamente lo que los gobiernos brasileños trataron de impedir en su economía primero -cerrarla a la competencia de fuera- para luego extender su limitada estratagema a toda América Latina creando un coto de caza feudal para sus constructoras y sus socios locales. Debieron sospechar que semejante esquema tenía fecha de caducidad.

Al mercado global no se le puede cerrar la puerta indefinidamente engañando a los pueblos. La decisión política no iba a excluir perpetuamente a las empresas globales de fuera de la región de la competencia en el mercado de la infraestructura que América Latina necesita para el siglo XXI.

La de los brasileños fue una ingenuidad que rivaliza solo con la ligereza de creerse un continente, un pequeño universo que se basta a sí mismo. El viejo mito, en suma, de la hacienda de encomenderos con indios propios a quienes venderles lo que se quiera. Una idea torpe, denunciada incluso por los profesores de la escuela de economía de Salamanca mucho antes de que Adam Smith la diera a conocer al mundo con el nombre de “sistema mercantil” y a lo que hoy llamamos mercantilismo y proteccionismo.

Hoy, en buena hora, vemos ingresar al mercado latinomaericano a  competir por las licitaciones de mega obras públicas a empresas extranjeras para desplegar redes de comunicaciones y transportes para la construcción de la infraestructura que el continente necesita. Este es el subproducto postivo del colapso del mecanismo de la corrupción, cuyo contagio diseminado enrareció el aire en todo el continente.

Ha sido un asunto traumático. Uno que el Perú no termina de procesar. El ministro  español que hoy visita Lima para presentar a sus empresas lo ha señalado con toda claridad: “extender la sospecha al conjunto de instituciones y empresas es un error, porque al final lleva a la inmovilidad más absoluta". El síndrome post traumático está tomando ya demasiado tiempo en nuestro caso, está consumiendo demasiadas energías y recursos de la sociedad y la economía. Es literalmente una parálisis que otros -incluido el propio Brasil- han superado ya o están en vías de hacerlo. Nosotros no. Nosotros estamos todavía naufragando en una tormenta política y buscando a los culpables donde no se hallan.

La lección de todo esto es simple. Es la que la región latinoamericana va a tener que aprender duramente. Oponerse a que el capital pueda “disolver sus viejas ataduras” con el trabajo y los recursos, como decía Marx, es ponerse en contra del progreso. Es reaccionario. Y el pueblo nunca es reaccionario.

Eso llevó al Brasil a caer en el facilismo y la trampa del mecanismo de la corrupción. Eso acabó con las ilusiones fallidas de llegar al poder por un atajo. En verdad, la única manera de lidiar con este encierro es abrir de par en par las ventanas a la competencia global y disipar esta atmósfera enrarecida dejando entrar el aire y la luz que necesitamos para sanar.


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miércoles, 17 de octubre de 2018

ESTA NOCHE sábado 13 octubre 2018




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MEDIA COLUMNA
Tiempo de palomas

Jorge Morelli
@jorgemorelli1
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Desde una de las orillas, el gobierno necesita comenzar de nuevo la construcción del puente hacia la otra.

Si el gobierno tiende el puente, la oposición lo va a aceptar. No por facilismo, sino porque el pueblo está harto de estos desmanes. Ambas orillas están cansadas de guerra. La hora de los halcones pasó. De nuevo es tiempo de palomas. 

Desde un orilla, el gobierno no necesita ya disolver el Congreso. No va a poder ser sometido por la oposición. Se ganó el respeto del pueblo y la legitimidad. Ahora debe gobernar.

Y tampoco el Congreso será avasallado ya por el Ejecutivo. En realidad, el gobierno no tiene materialmente cómo prevalecer mediante el cierre del Congreso. Por una razón práctica: no conduce a ningún sitio orque continúa abierta la Comisión Permanente que no puede ser disuelta, y en ella la oposición tiene todavía una mayoría más importante que en el Pleno. ¿Cuál es el objeto entonces de disolver el Congreso? ¿Un golpe de Estado para convocar a una Asamblea Constituyente? Esas son fantasías delirantes.

Desde la otra orilla, una segunda vacancia de la Presidencia tampoco conduce a ningún sitio. Ante todo, la oposición ya no tiene la fuerza para tumbar otro presidente de la República. La economía se pararía del todo. Los peruanos no soportarían semejante despropósito. Y sería intolerable volver a recorrer el callejón oscuro de la de la farsa de la “incapacidad moral”, que es lo que el Congreso quiera. Este despropósito jamás debió ser puesto en una Constitución moderna y aún aguarda  a  ser eliminado. Si este u otro mandatario tuviera en lo sucesivo situaciones de las que responder ante la Justicia, deberá hacerlo cuando su gobierno concluya. Eso es lo que la Constitución prevé. Es lo civilizado.    

Lo que va a pasar, entonces, es que las aguas se vana traquilizar y vamos a volver a la normalidad.

Desde luego, esa “normalidad” no es satisfactoria. Pero, por ahora, es lo que tenemos. En el contexto posterior a la batalla, la “normalidad “no puede ser otra que la de nuestra vieja democracia de baja gobernabilidad. La baja gobernabilidad que está ahora al alcance de la mano no es aún la del verdadero equlibrio de poderes, sino la que resulta del agotamiento luego de una batalla en lo que no ha habido sino perdedores.  

Lo que queda en claro de ella, sin embargo, es que el Congreso ha dado su brazo a torcer. Ya aceptó que debe renunciar al poder absoluto que ha retenido por décadas. El resto es un asunto de negociación.

La verdadera reforma del Congreso aun está por venir y será para alcanzar el equlibrio de poderes. Va a suceder. La bicameralidad es solo un medio para el fin, que es el equilibrio de poderes. Hay tiempo para negociar eso.

Lo que no hay es espacio para más conflicto. La opinión pública ya no lo tolera. Por lo mismo, pedir colaboración, diálogo, pactos escritos o verbales encima o debajo de la mesa entre ambas orillas, para lo que resta del quinquenio, es superfluo, innecesario. No hacen falta.

Al fin, sin vencedores  ni vencidos, es tiempo de aprender una lección. Karma, le dicen.  


REPORTE DE NOTICIAS
Las siguientes notas periodísticas de política y economía han sido seleccionadas, editadas y ordenadas
temáticamente. No se las debe citar como tomadas directamente de sus fuentes originales, las mismas que se indican
sólo como una forma de reconocer el crédito y agradecer la cortesía.

sábado, 13 de octubre de 2018

ESTA NOCHE miércoles 10 octubre 2018




ESTA NOCHE, donde usted se entera no de todo lo que ocurre, sino de lo que necesita saber.


MEDIA COLUMNA
Quitarle el poder al Congreso II


Jorge Morelli
@jorgemorelli1
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La bicameralidad no es un fin en sí, es un medio para quitarle el poder al Congreso.

Los tontos pueden creer que Martín Vizcarra se contradice y mostrar sus dichos  como trofeos. Lo que dice es que el Congreso ha desnaturalizado el proyecto, que buscaba el equlibrio de poderes. No ha cambiado realmente de opinión sobre el fin, sino sobre el medio. Este es un asunto sobre el que no se cambia así nomás de parecer. Lo que  hace es visibilizar la criollada que intentaba el Congreso, que ahora queda al descubierto. Como dice Juan Sheput, quizá convenga retomar el instrumento una vez que el Congreso retroceda de la trampa que pretendió deslizar. Hay dos meses, hasta el 9 de diciembre, para esta batalla crucial.

El Congreso introdujo de contrabando en la bicameralidad una nueva forma de imponerse sobre el poder Ejecutivo. Eliminó la cuestión de confianza, un balance fundamental del equilibrio de poderes. Sin cuestión de confianza, el poder Ejecutivo queda definitivamente maniatado y sometido al Congreso.
 
Esta maniobra la ha ejecutado a espaldas del pueblo, sin confesarlo. El gobierno hace bien en denunciar que se ha desnaturalizado la propuesta, y se encuentra en su derecho de pedirle al pueblo que, tal como está la reforma, es preferible poner en evidencia la burla del Congreso a la buena fe de los peruanos. 

Eso no es todo. La criollada ha incluido la reelección oculta. Mediante un texto deliberadamente ambiguo, el Congreso ha pretendido impedir solo en apariencia la reelección parlamentaria mientras la restablecía por la puerta falsa al permitir que los diputados puedan reelegirse postulando al Senado. Esto puede o no ser aconsejable, eso es harina de otro costal. El engaño y la burla al pueblo es lo intolerable.  

La inexistencia de un verdadero equilibrio de poderes en el Perú es la causa de nuestra democracia de baja gobernabilidad. Se halla en la raíz primera de todos los golpes de Estado de nuestra historia republicana. Esa es la obra cumbre del Congreso, el “primer poder del Estado” en el Perú.

La bicameralidad le quita el poder al Congreso. Y este se resíste a perderlo. Ha fingido aprobarla solo para introducir en ella una trampa que hoy queda en evidencia. La tomadura de pelo no pasará. Así hubiera que sacrificar hoy la ventana de oportunidad, la bicameralidad se abrirá paso mañana.

Porque el verdadero objetivo es quitarle el poder al Congreso. Y la batalla recién comienza.